domingo, 10 de mayo de 2009





Por:Don domingo Gracia
Fuente: El Tucán



Un paseo por las selvas de la sierra Tuxtleca en mis tiempos cuando la vegetación era exuberante y estaba llena de animales podría considerarse toda una aventura, salir de cacería era una temeridad, pero ir a linternear una completa locura, pues éstas serranías estaban plagadas de peligros; había hierbas venenosas que con sólo rozarlas podían provocar irritación muy dolorosa en la piel, mosquitos y zancudos de todas clases y tamaños que hacían insoportables las horas del día y de la noche, además de ocasionar con bastante frecuencia el temido paludismo; amén de arañas, alacranes y ciempiés tan venenosos que podrían causar la muerte, grandes felinos que de un zarpazo eran capaces de matar a un becerro, cuantimás a un ser humano y el peligro más grande de todos, las víboras venenosas que acechaban silenciosas entre la hojarasca, junto a las raíces de los grandes árboles, entre la bejuquera y que de vez en cuando venían a visitarnos al mismo campamento. A todo esto podríamos agregar el gran peligro de desorientarse y en esas selvas era mortal, la montaña podría convertirse en un laberinto verde que asfixiaba poco a poco al que no encontraba la salida, el calor húmedo y sofocante fácilmente terminaba con las fuerzas de cualquiera que no estuviera acostumbrado a estos lugares.
Con todo y lo antes mencionado, para cierto grupo de muchachos era fascinante ir a la selva de cacería, las bellezas competían unas con otras, sólo unos cuantos teníamos acceso a ellas; arroyos cristalinos y murmurantes que plácidamente se deslizaban cuesta abajo, brincando piedras, barrancos y cañadas, hasta llegar al mar, sus orillas salpicadas de musgos y helechos, sus corrientes y pozas llenas de mojarras, "guapotas", pepescas, "bobos", acamayas y pequeños caracoles que era una delicia pescar, guisar y comerlos ante una hoguera en un campamento lleno de hamacas y de amigos deseosos de desafiar a la naturaleza en su forma más primitiva.
De la selva a mí me gusta todo, sus grandes árboles que unían en lo alto sus copas entrelazándolas con bejucos y ocultando los rayos del sol, aunque algunos lograban burlar a la apretujada enramada, en forma de hilos dorados descendían triunfantes para tocar el suelo lleno de hojas, multitud de orquídeas que colgaban caprichosas por todos la­dos inundando de colores al verdor; había los más increíbles insectos, hormigas gigantes, millones de "pepeguas" que caminaban en gran­des ejércitos destruyendo a todo ser viviente que no pudiera escapar a
su acoso y bellas mariposas de colores, vivos y radiantes, que parecían flotar en el ambiente, ves e todos tamaños que llenaban de trinos y de gorgojeos las mañanas, los mazates de rojo pelaje, el tigrillo, la marta, el tejón, el tepezcuintle y tantos otros mamíferos que existían en la montaña, aquí la vida y la muerte se conjuntaban en una sinfonía de fantasías.
En especial me gustaba el amanecer, mucho antes de que las tinieblas desaparecieran completamente se escuchaba el canto del clarín anunciando que el nuevo día estaba por llegar, luego poco a poco, otros cantos lo secundaban, palomas, perdices, gallinas de monte, chocos, faisanes y una infinidad de pequeñas aves hasta formar una algarabía, conforme la mañana avanzaba estos cantos disminuían hasta llegar a un completo silencio donde sólo las chicharras lo rompían con su esporádico y monótono canto, era entonces cuando la calma y la paz del monte bravío nos permitían sentir su majestuosidad. Éramos nosotros en la selva.
En el campamento la actividad comenzaba muy temprano. Se alimentaba la hoguera y la claridad de ella se unía a la del amanecer, la olla de café negro era puesta sobre las llamas y pronto su aroma invadía agradablemente nuestros sentidos, ruidos metálicos de los enseres de cocina daban un toque muy peculiar, el chirriar de la manteca en el sartén y el rechinar de la carne al freírse, los huevos, los frijoles secos, las tortillas dorándose en las brasas, el despertar de uno a uno de los amigos, los bostezos y los estirones del cuerpo, algunos se rascaban la cabeza o la espalda tratando de dar tiempo para despabilarse bien y era ahí donde comenzaban las bromas. ¿Dónde están mis botas carajo? - Mis pantalones, con un demonio, ¿cuándo crecerán? ¡Idiotas!—
Pero las caras serias y malhumoradas pronto se conver­tían en sonrisas, nos contagiába­mos con las risas y la bulla del grupo y en un momento todo era fiesta.
El café caliente y dulzón resbalaba lentamente, sustentan­do al cuerpo, agradando al pala­dar, la comida desaparecía rápi­damente, había que reparar ener­gías y así, la hora del desayuno transcurría, siempre quedaban dos o tres durmiendo en las hamacas y a ellos no lograba despertarlos nada, eran los que habían ido a linternear la noche anterior, caminaron mucho en plena obscuridad, amparados por el rayo plateado de sus linternas y eso tensa, los nervios se alteran al máximo, la tensión se acumula,
Campamento en plena montaña bravía, levantado con varas del mismo monte, amarradas con bejucos y techado con hojas de platanillo. Entre hamacas e improvisadas camas sobre el suelo duro, un grupo de amigos descansa después de haber "monteado" todo el día, entre la enmarañada vegetación, sorteando toda clase de peligros.
claro que a la hora de dormir, ya seguros nuevamente en el campamento, se relaja el cuerpo, la mente y el alma. Estaban desconectados del mundo entre los brazos de Morfeo.
Pronto se descolgaban los rifles y escopetas y de dos en dos nos escurríamos entre la espesa vegetación, sorteando la bejuquera, los pequeños arbustos y los heléchos que eran donde las culebras tenían sus escondites favoritos. Se caminaba despacio, asegurándose donde se ponían los pies, tratando de no hacer ruido, atentos, listos a disparar, la idea era sorprender al mázate, al faisán, al jabalí, la perdiz o alguna otra pieza digna de ser llevada a la mesa del campamento o de nuestras casas allá en el pueblo; había que tener el oído muy fino para distinguir los ruidos que a nuestro alrededor se producían, la selva era tan espesa que sólo había visibilidad a unos cuantos metros, el resto era una apretujada mancha verde obscura, de árboles, ramas, hojas, bejucos y humedad en forma de vapor.
Sí, realmente creo que era una temeridad recorrer, esos montes en plan de cacería, todo estaba en nuestra contra en esos lugares, la selva defi­nitivamente no era lugar para el hombre civilizado, los peligros eran incontables, una simple luxación de un tobillo podía convertirse en toda una tragedia, pero era eso tal vez lo que nos lanzaba al monte, ahí, las aventuras tomaban aspecto de grande­za, creo que en todas las épocas y en todos los lugares adentro del hombre siempre ha existido un cazador y en nosotros existió en ese tiempo y hoy al recordar todo esto me lleno de sensaciones, de aromas, de fantasías y al compartirlos con ustedes, vuelvo a vivir esos momentos mágicos que quedaron gravados hondamente en todos nosotros.
Tucán
Un grupo de amigos entre la exuberancia de la selva, cuando esta era inmensa e impene­trable.
Hasta estas alturas solo podían llegar los más audaces.

2 comentarios:

  1. Felicidades. Un blog realmente interesante que muestra las bellezas de nuestra región y con una redacción muy detallada. Los invito a pasar por mi blog donde también doy a conocer a través de imágenes lo hermoso de catemaco y los tuxtlas: http://videomania-full.blogspot.com/

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  2. ingrid gomez becerra8 de mayo de 2011, 22:16

    hola yo tambien soy de los tuxtlas, espero q todos comprendamos el hermoso lugar en que vivimos y aprendamos a respetarla. deberiamos de estar todos mas unidos y defender nuestra region de los taladores, el ganado y toda amenaza a la vegetacion y a la armonia q existe en ese lugar.

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